COLORES y RUIDO

 

Cuando en 1613 empezaron a circular de forma manuscrita, las Soledades recibieron ataques durísimos. Escritores y humanistas de la época llevaron a cabo una crítica severa por la carga innovadora de
la obra. Entre ellos se encontraba Lope de Vega, que definió las Soledades como “colores y ruido”. Una sentencia irónica y demoledora que, a pesar de su carga mordaz, pone de manifiesto la importancia que la musicalidad tenía para Góngora. Ritmo y sonoridad fueron objeto de un trabajo esmerado
en su poesía, lo que ha originado que, frente a la opinión de Lope, autores como Fernández San Emeterio se hayan referido al cordobés como “un auténtico músico de la palabra”.

En las Soledades, esa musicalidad alcanza elevadas cuotas de virtuosismo gracias al empleo de la silva: una combinación flexible de heptasílabos y endecasílabos, considerada la antesala del verso libre. Además de introducir rasgos descriptivos y narrativos, su estructura abierta permitió a Góngora acentuar el efectismo sonoro, al usar con más libertad la disposición de la rima o las figuras retóricas del plano fónico, desde la sinfonía vocálica a las aliteraciones. Sin olvidar, por supuesto, el uso contundente del cultismo esdrújulo. Este rasgo acústico de las Soledades tuvo su continuidad en los juegos literarios de las vanguardias de principios del siglo XX (algunas de las cuales reivindicaron a Góngora), y se mantiene vivo actualmente en manifestaciones como la polipoesía o la perfopoesía.

En el caso de la poesía digital, musicalidad y juego van íntimamente unidos a la obra y, las relaciones que establecen son fundamentales para su comprensión o disfrute, bien sea desde la subordinación a la imagen, o bien en igualdad con la misma. Para los autores que presentamos en esta sala, lo lúdico se extiende al concepto mismo del poema y a todos y cada uno de sus componentes. El austriaco Joerg Piringer se nutre de elementos cercanos a un ruidismo dadaísta: desde una fonética tecnificada, hasta el uso de palabras convertidas en ametralladoras que atrapan al observador por su intensidad y, en ocasiones, por una sugestiva agresividad. Desde una tímbrica menos marcada, las piezas de Ana María Uribe funcionan como caligramas en movimiento o como pequeñas tipografías sónicas. En esta línea de acrobacia fonética, aunque con planteamientos más complejos, podemos situar algunas creaciones de Daniel Ruiz i Pallach, Santiago Ortiz o Augusto de Campos, tanto en su dimensión acústica como en sus estructuras estrictamente visuales. Estructuras cinéticas que conectan con Calder y a las que mira Alison Clifford. Esta creadora toma el poema My Sweet Old etc de E.E. Cummings como punto de partida, y valiéndose de sus rasgos más destacados (experimentación con el lenguaje y con la puntuación) consigue transformarlo en un complejo y hermoso texto interactivo.